Es mucho mejor no saber nada
Ángel Cerviño
“Nunca escucho introducciones”,
dijo la señorita Bürstner.
“Eso facilita mi tarea”, dijo K.
(Franz Kafka. El proceso)
No me acuerdo de las cosas, tengo una pésima memoria visual. Cuando hago esfuerzos para tratar de revivir algún suceso ocurrido hace cierto tiempo, las imágenes acuden de forma intermitente con grandes espacios vacíos, pozos de sombras en los que no logro penetrar. Seguramente esto se debe a algún problema en la transmisión de datos: archivos dañados o defectuosamente instalados durante el proceso de implante de recuerdos, a causa de una caída de tensión o de cualquier otro fallo del sistema durante el proceso bio-técnico de gestación. Por supuesto que no soy el único, he conocido muchos otros casos de personas que desarrollan diversos síntomas de incompatibilidad o rechazo con algunos tramos de su pasado, sucede con bastante frecuencia y generalmente uno se acostumbra a vivir así, se hacen bromas sobre los despistes más ridículos y se va tirando.
Claro que yo todo esto lo sé porque soy amigo de Bosco Caride y sé exactamente en que consiste su trabajo, sino pensaría como casi todo el mundo que mis recuerdos son sólo míos: una especie de fortuna personal, un tesoro para contar y repasar cada noche, como un avaro insomne que duerme abrazado a su caja de caudales.
Al principio él no decía nada (como se comprenderá, el asunto se lleva con bastante discreción), yo llegaba a su taller, me paraba delante de uno de sus últimos cuadros y me quedaba paralizado: había pintado una perspectiva de mi barrio, pero no como es ahora sino como era hace varias décadas, podían distinguirse perfectamente las ventanas del piso de mis padres, un edificio que lleva muchos años demolido. Él me sacaba de mi estupor con algunas frases tranquilizadoras: que no, que eso es Vigo, que la imagen es reciente, que todas las ciudades se parecen,... Yo me dejaba convencer, pero luego iba a buscar la calle donde él me decía que había hecho las fotografías y no la encontraba, había otra similar pero desde luego no era la que aparecía en el cuadro. Unos días después, cuando llegué lo encontré pintando un bloque de viviendas lindante con un pequeño parque suburbano; eso ya me pareció demasiada coincidencia: justo en esa esquina, y apoyado en la verja metálica que ocupaba toda la parte inferior del cuadro, yo había besado por primera vez a una novia en ese parque de Madrid. Juan volvió a sus maniobras de despiste: que no, que era imposible, que esas imágenes las había tomado el verano pasado en un viaje por el norte de Italia, que no recordaba donde estaba el parque pero que seguro que no era Madrid, y mucho menos Madrid hace veinte años...
Cuesta asumirlo y duele experimentarlo en carne propia: los sueños más recónditos nos vienen dados, lo que creemos más secreto y privado ha sido construido y montado con piezas anodinas, atesoramos baratijas fabricadas masivamente en las factorías de producción de sentido. Si retiramos capa tras capa, como las hojas de una cebolla, los implantes inoculados ¿qué queda de nosotros? ¿qué hay detrás de la última hoja? Da miedo pensarlo.
En esa época me propuse investigar la procedencia de los materiales que me han dado forma, y averiguar que parte es la que puedo reclamar como propia y que parte es voz impostada, pero me faltaron fuerzas: las imágenes van demasiado deprisa, los códigos se mezclan y se disfrazan sin pudor, las líneas se superponen, y no hay tiempo para pensar, imposible pararse para analizar cada escenario por separado y trazar con precisión las diferentes relaciones entre los grupos de elementos. No, no pude, así que al final opté por dar por buenas las explicaciones de Bosco Caride y aparentar que me parece lo más normal del mundo que donde él pinta un aparcamiento de Barcelona vea yo uno de Oporto en el que una tarde de verano un desconocido trató de venderme una pistola; o que si yo identifico con absoluta claridad el patio trasero de un hotel de Granada donde pasé un par de noches memorables, él me diga que no, que eso es lo que se ve desde la ventana de la cocina de su casa. En fin, que hemos hecho un pacto de caballeros y yo no he vuelto a sacar el tema; acabamos llegando a un acuerdo tácito: él sigue adelante con su trabajo y yo sigo pasando por su taller sin hacer preguntas.
Ahora sólo cabe esperar que la tecnología se abarate pronto lo suficiente para que cada uno pueda acariciar sus propios recuerdos, y no estos Kits personalizados que lo único que hacen es combinar, de todas las formas posibles, un número muy limitado de variables.
Mientras tanto, observen estos cuadros y hagan como yo: disimulen, y finjan que no se estremecen al encontrar por ahí, expuestos a la vista de todos, fragmentos de su vida, jirones de su memoria.